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El síndrome del francotirador majara
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19 dic 05 Hace treinta años, El Aaiún

Arturo Pérez-Reverte fue, antes de escritor de éxito, corresponsal de guerra. Cubrió durante más de 20 años la mayoría de las guerras que desgarraron durante las décadas finales del siglo XX nuestro planeta. Y el primer frente que cubrió fue el intento de secesión del Sáhara Occidental por parte del Polisario, y su posterior toma por parte de Marruecos durante la Marcha Verde. Año 1975. Por aquel entonces mi padre estaba haciendo la mili en Canarias; lo tuvieron durante nueve meses movilizado en el cuartel, sin permisos y sin poder salir de la base porque temían que los marroquíes siguieran hacia las Canarias; en un cuartel en mitad del desierto, junto a un aeródromo militar (hizo la mili en el Ejército del Aire) y a un campo de minas.

Hoy APR publica en su hoja de El Semanal la última crónica que pudo enviar desde el Sáhara Occidental. Por parte de Pérez-Reverte imagino que es una llamada para que no olvidemos nuestro pasado, en general, y un recuerdo de los amigos que allí dejó (el cabo Belali, el teniente Labajos, la Franchute y demás), algunos vivos y otros muertos, así como su juventud, en particular.

Siempre resulta interesante leerle, pero hoy esto es especialmente cierto:

Diario PUEBLO. El Aaiún, 22 diciembre. (De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte). Se acabó. «Sáhara mogrebía.» Sáhara marroquí, gritan esos chiquillos que, ante el Parador, agitan banderas rojas con la estrella de cinco puntas. El taxi se detiene con estrépito de chatarra. «Al aeropuerto.» El nativo, con expresión indiferente, mete dentro mi reducido equipaje. Nueve meses en el Sáhara: un saco de dormir, una vieja pistola inutilizada que alguien capturó en combate al Polisario, y algunos amigos. El Ejército marroquí es dueño de la ciudad, y se nota. El nuevo amo del Sáhara es el coronel Dlimi, de las Fuerzas Armadas Reales. «Los saharauis van a tener ahora el amo que merecen», ha dicho uno de los españoles notables que se marchan con la conciencia tranquila.

Llueve mansamente sobre El Aaiún, convertido en una ciudad fantasma. Ya no se ven uniformes españoles: En cada esquina, en cada cruce, entre la luz gris, patrullan soldados marroquíes y gendarmes con el arma lista. Libre al fin de la necesidad de guardar las apariencias, Hassan II pacifica la ciudad. Se asegura que España ha entregado a Marruecos una relación con los polisarios fichados por la Policía. Al caer la noche, saharauis con los ojos vendados son conducidos a misteriosos puntos de destino, con un fusil apoyado en la espalda. Otros escapan por el desierto con sus familias, hacia el este. Los he visto salir de noche, amontonados sobre viejos Land Rover: ancianos, mujeres, niños, cabras. Pero rondan la aviación y las patrullas marroquíes. Muchos no llegarán nunca.

Se acabó. «Sáhara mogrebía.» España se lava las manos. En el Zoco Viejo, donde nuestros soldados fueron siempre los mejores clientes, las tiendas están vacías. En los barrios musulmanes, los nativos pegan la oreja al receptor para escuchar Radio Sáhara libre. En el desierto, al este y al sur, la lucha continúa: los guerrilleros han atacado Bucraa con fuego de mortero esta mañana, causando dos heridos en el destacamento español de tropas nómadas que aún protege las instalaciones. Desde su cuartel general, el coronel Dlimi y su estado mayor se disponen a marroquizar el Sáhara. «No existe el Polisario –han declarado hoy–. Es una invención de los periodistas.»

Última noche en el cuartel de la Policía territorial. La unidad está disuelta: la tropa peninsular, en Canarias; y muchos nativos, veteranos de nómadas y territoriales, tras verse desarmados por sus jefes, vagan por el desierto dispuestos a unirse a los polisarios a quienes combatían hasta hace poco. Aquí sólo quedan algunos oficiales españoles que ultiman su propia evacuación. En el bar, durante mucho tiempo refugio de reporteros desamparados, el teniente coronel López Huerta murmura: «Qué tristeza… Qué vergüenza». Los otros –Labajos, Sandino, Galindo– beben en silencio. «Si los polisarios nos hubieran ayudado, al menos…», se lamenta alguien. La placa de madera con los nombres de los muertos, españoles y nativos, ha desaparecido de la pared. Combates viejos que ya nadie recuerda, ni importan.

La suciedad y los muebles rotos se acumulan en las aceras, frente a las casas, y algunas calles, cubiertas de papeles quemados y mojados, despiden un olor insoportable. De patios de cuarteles y oficinas aún se levantan al cielo humaredas de documentos que arden. Bajo la llovizna, innumerables perros abandonados por sus dueños durante la evacuación recorren las calles con el pelo mojado y la mirada lastimera. Todo es desolación. En el cabaret El Oasis, las chicas se han marchado: Silvia, La Franchute. Todas. Ahora sólo hay bingo. Aburridos oficiales y soldados marroquíes sustituyen a los legionarios. Pepe el Bolígrafo, el veterano gerente, me despide con un abrazo y suspira: «Así es la vida, compadre». En los muros de la capital del Sáhara, el sol y las recientes lluvias comienzan a borrar las inscripciones de: «Fuera Marruecos» y «Viva el Frente Polisario» que llenan la ciudad. Colgadas de hilos eléctricos, las banderas saharauis ya son sólo jirones sucios y descoloridos. El Aaiún es una ciudad silenciosamente estrangulada.

Me expulsan de aquí. Soy persona non grata. Ahora mi periódico me envía a Argel y al desierto, por el otro lado. Ésta es mi última crónica desde el Sáhara marroquí. Hace frío. Dentro de tres días será Navidad.

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