Nuestra tercera etapa la iniciamos el lunes 10 de agosto. En cierto sentido, era (al menos para mi padre y para mí) un camino ya conocido. No en balde circulábamos ya por el Camino Francés, que ambos habíamos recorrido ya, en 2007. En mi caso, cierto es, lo había efectuado en bici de montaña, por lo cual las sensaciones iban a ser algo diferentes. Pero no podría, durante los dos días que nos quedaban, hurtarme a la sensación de que lo que nos quedaba era algo ya superado. Lo cual, a la postre, se demostró como un grave error de cálculo. Pero no adelantemos acontecimientos.
A diferencia de los dos días anteriores, la mañana de la tercera etapa se mostraba clara y despejada. Un impresionante sol nos saludó a la salida del hotel, y pudimos comenzar la mañana sin tener que preocuparnos, por vez primera, por el frío y la posibilidad de la lluvia. Era todo un avance. Sin embargo, el hecho de encontrarnos ya en el Camino Francés trajo aparejado, como era de prever, un enorme incremento de la cantidad de peregrinos que acompañaban nuestro caminar. Se había acabado el paseo solitario por las florestas, quebradas y selvas gallegas, y habíamos llegado a una especie de carrera popular. Dadas las fechas, era más que previsible.
A la salida de Melide volvimos a pasar junto a la iglesia de Santa María de Melide. Desde allí, primero por carretera, y luego por pista, alcanzamos un bosque de eucaliptos, en el que nos encontramos el primer accidente geográfico de la jornada, que ya estaba esperando: el cruce de un pequeño riachuelo que servía de aperitivo a la primera pared del día. El riachuelo se cruza sobre unos grandes bloques de piedra que están depositado en su cauce. Recuerdo que con la bici fue un poco arduo de cruzar. A pie, sin embargo, no presentaba mayor problema, si bien tuvimos que echar una mano a una peregrina que iba arrastrando una especie de carrito con ruedas sobre el que llevaba la mochila.
La cuesta posterior, como era de esperar, supuso un desafío para las piernas aún frías del día, pero pudimos salvarla sin demasiado inconveniente, pero con mucha paciencia.
A unos 5 kilómetros de Melide se encuentra la aldea de Boente de Arriba. Esta localidad, aparte de contar con una bonita iglesia dedicada a Santiago, ofrece al peregrino la magnífica fuente de la Saleta, que permite refrescarse, y proporciona una maravillosa excusa para detenerse a reponer fuerzas.
El camino continúa en las inmediaciones de la N-547, con la que se cruza en innumerables ocasiones. El perfil, que sobre el papel no debería ofrecer demasiadas complicaciones, pese a ser un contínuo sube-y-baja, en la realidad guarda más de una sorpresa, en forma de vertiginosas bajadas seguidas de duras subidas. Algo que, pese a que ya me era conocido de la etapa de 2007, no dejaba de sorprender, por el diferente enfoque que obligaba el hecho de ir a pie. No se podía obviar, tampoco, la gran cantidad de torrentes de agua junto a los que íbamos pasando. Cierto es que estaba siendo un verano particularmente húmedo en Galicia, pero no dejaba de llamarte la atención que un simple desaguadero de una carretera nacional se convirtiera en todo un arroyo de montaña:
Hacia el kilómetro 10, y tras una fuerte bajada por carretera, se llega a la ribera del río Iso. Junto al río, como su propio nombre indica, se encuentra el pueblecido de Ribadiso de Abaixo, que cuenta con un buen, aunque pequeño, albergue.
Aparte de ser enormemente un nombre enormemente descriptivo en lo relativo a la ubicación del pueblo junto al río, también resulta, por desgracia, totalmente ajustado en la realidad en lo de “abaixo”. Tras una nueva pausa para reponer fuerzas, nos dispusimos a afrontar la subida hasta Arzúa, que se extiende a lo largo de 4 kilómetros, que son especialmente duros justo a la salida de Ribadiso. Esa subida nos dejó grabadas algunas imágenes estremecedoras en la retina: desde la propia serpiente multicolor de peregrinos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, hasta la asombrosa mochila andante. Hay quien dice que debajo de ella había una italiana tropo piccola. En mi caso, lo único que puedo asegurar es que lo único que alcancé a ver fue una enorme mochila de alpinista de la que salían sendas botas que parecían andar de manera autónoma, aunque terriblemente desacompasadas. La mochila, eso sí, rezongaba de cuando en cuando maldiciones en italiano.
Llegamos a Arzúa, nuestra primera gran parada del dia, sobre las 11 de la mañana. Llevábamos una media de unos 5 km/h, y ya habíamos dado cuenta de unos 14 km. de etapa. Tocaba, esta vez, dar cuenta de un buen tentempié a base de tostadas, descansar un rato, y ver la vida (o los peregrinos) pasar junto a nuestro otero en forma de mesa de bar. Un reposo del guerrero tan bueno como cualquier otro.
Tras una media hora de descanso, reemprendimos nuestro camino. No abandonamos Arzúa sin visitar la bonita iglesia de San Pedro de Lema, junto a la que se encuentra el albergue de peregrinos.
Nos quedaban 19 kilómetros de etapa hasta Arca. Si hasta entonces el trazado había sido molesto por la sucesión de subidas y bajadas, desde aquí iba a ser aún peor. Seguía habiendo esa misma sucesión, pero con pendientes más acusadas. Además, para complicar el día, estábamos empezando a sufrir un calor desacostumbrado para la zona. Parecía que todo el calor que había faltado en los dos días previos nos lo estuvieran devolviendo de una tacada, con intereses acumulados.
Sin embargo la etapa aún nos dejaba momentos agradables, y rincones escondidos, en los que nos permitía disfrutar del frescor de una corredoira. Lamentablemente no íbamos a disfrutar de muchos momentos así.
Al filo de las dos de la tarde llegamos al pueblo de Ferreiras. Sospechosamente oculto en mitad de la nada, pero perfectamente a mano del Camino se encuentra el garito donde paramos a comer, el café-bar Lino. Agradable a la vista, no tengo que decir lo mismo de la calidad del servicio. Copas calientes, vino caliente, refrescos calientes y ausencia de hielo. Y para colmo, lo único que debería de haber estado caliente, que era la empanada, estaba… fría. Con espanto llegamos a los postres, a base de helado. Se habían derretido. Optamos por tomárnoslo a cachondeo, y con buen humor, abandonamos aquel tugurio para nunca volver.
Pasadas las dos y media atravesábamos la aldea de Calle. Recordaba esta bonita población por uno de sus elementos más distintivos: un hórreo que estaba emplazado sobre el propio Camino, y bajo el que había que cruzar para seguir caminando. En 2007 lucía así:
Cuál fue mi sorpresa cuando nos lo encontramos así en 2009:
No es que su aspecto fuera demasiado bueno en 2007. Estaba claro que se conservaba mucho mejor en mi recuerdo de cómo era en la realidad, pero lo que nunca hubiera sospechado es que los propietarios permitieran que se viniera abajo. A juzgar por los cascotes aún existentes en la calzada, se había venido abajo en fechas recientes. Una auténtica lástima.
Pasada Calle, llegamos a Salceda. A partir de esta población el Camino empezaba a alternar tramos de camino con largas caminatas por alfalto. Desde luego, era la peor hora del día para ello. No en balde el protector solar no tardó en hacer acto de presencia.
Poco hay que contar del Camino hasta prácticamente Santa Irene, la aldea anterior a Arca: mucha subida, mucha bajada, y demasiado asfalto. El final de la etapa se nos estaba atragantando de mala manera. Tanto es así, que a punto estuvimos de arrojar la toalla y finalizar la etapa en el albergue de peregrinos de Santa Irene. Sin embargo, decidimos continuar.
Llegamos a Arca al filo de las 16:30 h., no sin antes tener una enorme sorpresa. Justo a la entrada de Arca, cuando íbamos ya en busca y captura del bar BuleBic, a cuyo dueño habíamos alquilado un apartamento para hacer noche, nos encontramos de frente, volviendo del pueblo… ¡a mi tía Lourdes! Sabíamos que ella y mi tío Manolo estaban realizando también el camino en esas fechas, pero nunca me hubiera podido imaginar que coincidiríamos justo antes de llegar a Santiago. Estuvimos un rato de palique, antes de reemprender la marcha y la búsqueda de nuestra parada, que encontramos no mucho después.
El apartamento, como no podía ser menos, se encontraba en una primera planta, aunque por suerte contaba con ascensor. Nada más llegar, nos derrumbamos en las camas, aunque no dejamos pasar mucho tiempo antes de las consabidas duchas y las friegas con alcohol de romero. La etapa había sido durísima, y no debíamos descuidar esos aspectos de mantenimiento. Ana fue, probablemente, la que más lo sufrió, pues a los calambres de la caminata vio sumada una leve insolación, que la hizo permanecer todo el día en cama y tapada con varias mantas. En cuanto a mí, tengo que decir que me encontraba bastante acartonado. Esa tarde, cuando fuimos a hacer la compra para la cena en un supermercado cercano, tuve que tener abundante cuidad en andar procurando doblar lo menos posible las rodillas, y extender el paso el menor espacio posible. Un espectáculo ciertamente lamentable.
Huelgo decir que, tras esos 33 kilómetros, el resto del día nos lo tomamos con bastante calma. Y que esa noche dormimos como lirones. Lo bueno del asunto es que ya tan sólo nos restaba una jornada para llegar a Santiago. Y eso podía con todo el cansancio que llevábamos acumulado.