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21 ago 06 Ese capitán Alatriste

Ese capitán Alatriste
Arturo Pérez-Reverte
20-06-2006

Bueno, pues ya he visto la película. Después de los créditos y todo eso, se encendieron las luces de la pequeña sala de proyección y me quedé colgado en las últimas imágenes: el viejo y maltrecho tercio de fiel infantería española –qué remedio, no había otro sitio a donde ir–, dejado de la mano de su patria, de su rey y de su Dios, esperando la última carga de la caballería francesa, en Rocroi, el 19 de mayo de 1643. Y el ruego del veterano arcabucero aragonés Sebastián Copons al joven Íñigo Balboa: «Cuenta lo que fuimos». Veinte años de nuestra historia a través de la vida de Diego Alatriste, soldado y espadachín a sueldo. Veinte años de reyes infames, de ministros corruptos y de curas fanáticos subidos a la chepa, de gentuza ruin y hogueras inquisitoriales, de crueldad y de sangre, de España, en suma; pero también veinte años de coraje desesperado, de retorcida dignidad personal –singular ética de asesinos– en un mundo que se desmorona alrededor, reflejado en la mirada triste y las palabras lúcidas del poeta Francisco de Quevedo, interpretado por el actor Juan Echanove con una perfección enternecedora, memorable.

No puedo aportar un juicio objetivo sobre Alatriste. Aunque durante su larga gestación y rodaje procuré mantenerme al margen cuanto pude, estoy demasiado cerca de todo como para verla con frialdad. Es cierto que unas cosas me gustan más y otras me gustan menos; y que durante diez minutos críticos –al menos para mí, autor al fin y al cabo– del primer tercio de la película me removí inquieto en el asiento. Pero eso aparte, debo decir que los soplacirios y cagatintas de mala fe que preveían un canto imperial de españolazos heroicos y rancio folklore de capa y espada, se van a tragar la bilis por azumbres. Nada más respetuoso con los textos originales. Nada más descarnado, fascinante y terrible que el espejo que, a través de la magistral interpretación de Viggo Mortensen –se come la pantalla, ese hijo de puta– se nos pone ante los ojos durante las dos horas y cuarto que dura la película. Un retrato fiel, punto por punto, como digo, al espíritu del personaje que lo inspira: descarnado, sin paños calientes, lleno de peripecias y estocadas, por supuesto; pero también de amargura y lucidez extremas. Contado en un caudal de imágenes de tanta belleza que a veces parece una sucesión de pinturas. Cuadros animados de Velázquez o de Ribera.

Y ese final, pardiez. No se lo voy a contar a ustedes, porque me odiarían el resto de sus vidas. Pero aparte el comienzo espectacular, el desarrollo impecable y la extraordinaria actuación de los intérpretes –y cómo están todos, oigan: Unax, Elena, Ariadna, Eduard, Cámara, Blanca, Pilar, Noriega…– el final, o mejor dicho, toda la hora final, deja al espectador definitivamente sin aliento, atrapado por la pantalla, mientras se desmenuza y fija en su retina y su memoria el postrer tramo de la vida del héroe y sus últimos camaradas, desde las trincheras de Breda hasta la llanura de Rocroi. Todo se ve y suena como un escopetazo en la cara; como una sacudida que te deja turbado, suspenso el ánimo, clavado al asiento, consciente de que ante tus ojos, acaba de desarrollarse, de modo implacable, la eterna tragedia de tu estirpe. La imagen serena del capitán Alatriste escuchando acercarse el rumor de la caballería enemiga, el trágico recorrido de la cámara que sigue a Iñigo Balboa –«soldados antiguos delante, soldados nuevos atrás»– cuando retrocede en las filas para hacerse cargo de la vieja y rota bandera, su expresión sombría y lúcida –sombría de puro lúcida–, y todo esa culminación perfecta al espléndido recorrido que por las cinco novelas alatristescas ha hecho Agustín Díaz-Yanes, constituyen el retrato fiel, trágico, conmovedor, de la España de antaño y de siempre. Una España infeliz, feroz, a trechos heroica, a menudo miserable, donde es fácil reconocerse. Y reconocernos.

Quizá por eso, cuando al acabar la proyección privada se encendieron las luces, y con un nudo en la garganta miré alrededor, vi que algunos de los actores de la película que estaban en los asientos contiguos –no digo nombres, que lo confiese cada cual si quiere– seguían inmóviles en sus asientos, llorando a moco tendido. Llorando como niños por sus personajes, por la historia. Por el final hermoso, sobrecogedor. Y también porque nadie había hecho nunca, hasta ahora, una película así en esta desgraciada y maldita España. Como diría el mismo capitán Alatriste, pese a Dios, y pese a quien pese.

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Comentarios de los lectores

  1. |

    Ah, ya veo, que tu lo del “derecho de cita”, lo interpretas a tu manera…

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  2. |

    Arturo es demasiado grande como sólo limitarse a una ridícula reseña; sus textos hay que ponerlos enteros. :)

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