Existe la costumbre en Galicia de regalar por Pascua a los ahijados una rosca. Sé que dicho así no impresiona mucho, pero hay que tener en cuenta que esa rosca es exactamente igual que el roscón de reyes (salvo por el relleno) que se come por navidad. Es entonces cuando se empieza a apreciar la magnitud del regalo. Esta costumbre tiene dos derivaciones sumamente curiosas. La primera es que el ahijado, una vez que se casa, es quien tiene que regalarle la rosca a su padrino. La segunda es que la citada rosca suele hacerse por el padrino (o más bien por la madrina) en la panadería del pueblo.
Esto es un roscón de reyes, pero vale para hacerse a la idea
Efectivamente: todos los años se reúnen las mujeres de la familia para acercarse de madrugada a la panadería a hacer las roscas que van a regalar a la familia. No es extraño, por tanto, que se hagan hasta 30 roscas por familia en una sola mañana. Pese a que esta costumbre se va perdiendo, poco a poco, en favor de comprar la rosca ya hecha en la panadería, en la familia de Ana la cumplen a rajatabla. A las cuatro y media de la mañana del jueves santo la madre de Ana, Adelina, fue a la panadería para hacer catorce roscas y dos trenzas.
Hasta que a media mañana fuimos Ana y yo a echar una mano (y yo por mi parte también a conocer esta costumbre) pensaba que semejante cantidad de roscas era una exageración. No me equivocaba, pero hay que decir que la Adelina era de las más comedidas. Aunque cuando la vi cascando un cubo de huevos para la masa pensé que jamás en la vida vería una cosa igual. Esta vez sí, me equivocaba. A lo largo de la mañana vi cascar hasta cuatro cubos de huevos, y para una sola familia.
Impresionaba sobremanera el ambiente de la panadería. Más de treinta personas se afanaban en hacer masas, cortarlas, darles forma, y posteriormente, pintarlas con huevo y decorarlas con azúcar mojada en anís, y fruta escarchada. Y para qué hablar del aroma a dulce, anís y pan recién hecho. Todo parecía formar parte de una maquinaria brutal, pero enormemente coordinada.
En una amasadora como esta hizo Adelina la masa. Había otra el doble de grande, que era utilizada por quien hacía masa para unas treinta roscas.
Tuvimos problema, pese a todo. Los hornos no daban abasto para tanta rosca, y las masas empezaban a pujarse más allá de la cuenta, con consiguiente riesgo de desmoronarse durante al horneado. Nuestras roscas tuvieron ese problema. Especialmente dramático fue el caso de las trenzas. Se pujaron tanto que empezaron a deformarse y romperse. Una vez horneadas, más que trenzas parecían sendos cocodrilos, merced a los bultos que le habían salido, semejantes a patas, allí donde la masa se había desparramado. Lástima, no me pude hacer con ninguna. ^_^
Y luego, claro, había que transportarlas. Tres viajes tuve que dar con el Renault 21 para llevarlas de la panadería a la casa, donde las pusimos en el salón. No había por donde pasar, de tanta rosca que había. Y por la tarde y a la mañana siguiente, me tocó hacer de repartidor. Repartimos Ana y yo roscas por Pontevedra, y Sanxenxo (a unos veintitantos kilómetros de Pontevedra) y pedanías. Lo mejor de todo fue la visita a los abuelos de Ana, que viven en Aldariz, dentro de la parroquia de Padriñán. A su casa se llega trepando por el monte por un camino de cabras, aunque vale la pena. La vista es espectacular.