Las cuatro de la mañana no tardaron en llegar. Yuri, raudo, se levantó del sofá donde había dormitado, y despertó a su vez a Ana. Pietro, quien no había dormido en toda la noche, ya se encontraba en la planta inferior del edificio, en duermevela. Rápidamente los miembros de la expedición recogieron sus equipajes, y tras un frugal desayuno consistente en café instantáneo preparado con agua, y algo de chocolate, abandonaban el pueblo de Leiro en torno a las cinco de la mañana, para evitar el calor que se había anunciado para ese día.
La Comunidad, esta vez, prefirió evitar el viejo Camino del Rey, yendo por el nuevo Camino Negro, que evitaba las frondosidades de los bosques, ya que pese a que la luna llena iluminaba el camino, era necesario utilizar antorchas para iluminar el camino. Tras un rato en descenso, la Comunidad llegó a una bifurcación del camino. ¿Qué hacer? Dado que no seguían el Camino del Rey, no había marcas, y el pergamino no decía nada al respecto. Tras un rato de duda, tuvieron la suerte de que un comerciante que iba en dirección contraria amablemente les indicara el camino. Un poco más adelante un vecino del lugar se ofreció a llevar a la Comunidad hasta la Cima de los Vientos, donde se hallaba el famoso Mesón del Viento, junto al cual se encontraba la posada de Bruma, la primera escala del día. Sin embargo, la Comunidad decidió rechazar la oferta, pues preferían afrontar la dureza del camino para llegar en plenitud de comunión espiritual hasta el Monte del Granito.
Poco después, Yuri se percataba de que se le habían caído sus anteojos de visión diurna, y, sospechando que había sido en la bifurcación anterior, tuvo que desandar veinte minutos de camino. El día empezaba cruzado.
Retomada la marcha, los caminantes llegaron al fondo del valle por el que estaban descendiendo. Sospechaban que la bajada no iba a durar mucho, dado que si te diriges a un lugar que se llama Cima de los Vientos, no es muy aconsejable bajar. Así fue. Una escalofriante subida, primero por un amplio camino de asfalto, posteriormente, por una pista, y finalmente por una espectacular sucesión de rampas por una senda entre extensiones de eucaliptos, marcó de manera dramática el comienzo de la mañana.
Pese a todo, el segundo cuerno del viaje fue superado cuando la aurora empezaba a asomar sus rosados dedos por la cúpula celeste. Poco después la Comunidad se encontraba entre prados en los que menudeaban las granjas de vacas, engañosas en su placidez, pero que escondían auténticas bestias capaces de asustar al más pintado, sobre todo cuando se te abalanzaban mugiendo como locas, y con los ojos vueltos.
Superada la aventura vaquera, el sol, lentamente, empezó a alzarse sobre los montes por los que la Comunidad poco tiempo antes había estado sudando la gota gorda, bajando, subiendo, y huyendo de vacas asalvajadas.
Tiempo después, un solitario crucero de piedra, erguido en la soledad de los montes, parecía marcar en su soledad la senda a los caminantes, como un recordatorio de que aún en aquellos desiertos, la mano del hombre era dueña y señora.
Poco después, el demonio de la desmoralización empezaba a sembrar las semillas de la discordia en la Comunidad: sonidos no muy lejanos parecían indicar la existencia de una gran vía de comunicación en las cercanías, pero el Camino del Rey parecía esquivarla de manera aviesa. Al cabo de un rato de caminar, un puente pasaba por encima de esta vía, y se alejaba de ella en una nueva subida.
Una subida que llevaba a una nueva zona boscosa; el lugar de Bruma parecía alejarse del lugar donde supuestamente se encontraba. Jamás once kilómetros se habían hecho tan largos. Y sin embargo, tras un largo caminar, el pueblo, aldea más bien, apareció tras unos árboles. Rápidamente una señora, madre a la sazón de la responsable de la posada de Bruma, corrió a alertarla de la presencia de la Comunidad, informado también a los caminantes que podían dirigirse hacia ésta, y allí descansar un poco.
La amabilidad de los hospitaleros, así como la constatación de que el pueblo al que se dirigían, Órdenes, carecía de posada, albergue o sitio similar para pasar la noche, fuera de un pabellón de recreo, hizo que la Comunidad se decidiera a terminar la etapa en Bruma, pese a que apenas se habían alcanzado las nueve de la mañana. Sin embargo, dado que la aldea no disponía de ningún tipo de comercio, el hospitalero se ofreció a llevar a nuestros héroes hasta la Cima de Los Vientos, donde sí se disponían de esas comodidades, en el pueblo allí sito, el Mesón del Viento.
Dicho y hecho, tras adecentarse un poco, el hospitalero, de nombre Benigno, condujo a nuestros tres héroes en su carro hasta el vecino pueblo, distante kilómetro y medio. Allí pudieron comprar vituallas, relajarse un poco,
contemplar la fauna y flora del lugar,
y, cuando abrieron los mesones del pueblo, reponer fuerzas a base de una buena comida.
La tarde la emplearon nuestros aventureros en explorar el entorno,
visitar la vieja iglesia de Bruma, en la que pudieron contemplar cómo se desarraiga un castaño.
Yuri, además, se dirigió al cercano arroyo, de aguas límpidas y heladas, pese a la época del año, para refrescar sus fatigados pies. Caballitos del diablo, de tonos azul y negro, sobrevolaban las aguas. Yuri intentó plasmar la belleza de los insectos en su cámara oscura. Concentrado en tal labor, no percibió que las aguas empezaron a adoptar un movimiento giratorio de los remolinos calmados y parecieron formar el germen de otro más vasto. De pronto -muy de pronto-, adquirió éste una clara y definida forma en un círculo de más de una cuarta de diámetro. El borde del remolino estaba indicado por una amplia faja de espuma brillante; pero ni un fragmento de esta última se deslizaba en la boca del terrible embudo, cuyo interior, hasta donde podía llegar la vista, estaba formado por un muro de agua, limpio, brillante, de un negro azabache, inclinado hacia el horizonte en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, girando, vertiginoso, a impulsos de un movimiento oscilatorio, hirviente y elevando por los aires una voz aterradora, mitad aullido, mitad rugido, tal como la poderosa catarata del Niag-Arah-Dur no ha elevado nunca hacia el cielo.
Entre los pies de Yuri se había formado un Maelstrom. Y en el fondo de éste, sonriente y con los restos de uno de los caballitos del diablo aún asomando entre sus fauces, sonreía una rana.
La Comunidad había planificado salir al día siguiente temprano, a las cinco de la mañana, con el objetivo de llegar a Sigüeiro, y lanzar la ofensiva final sobre el Monte del Granito en una sexta jornada, en la que solo tendrían que recorrer 15 km. Para ello, tenían previsto irse a dormir a las nueve de la noche, como muy tarde. Pero nada pueden los planes humanos contra los hados, y éstos hicieron que el matrimonio de hospitaleros tuvieran a bien honrar con su amena charla y su agradable compañía a la comunidad hasta altas horas de la noche, hablando de todo lo divino y lo humano, y en la que Benigno advertiría a los miembros de la Comunidad acerca de las otrora agradables brumas que daban nombre al pueblo, pero que desde hacía años se hallaban convertidas en unas brumas ácidas, contaminadas por la funesta magia negra que desprendían las cercanas torres de las poderosas fábricas de rayos y centellas de los alrededores (“Desde que pusieron las dos centrales térmicas de los alrededores, las nieblas vienen contaminadas y queman todos los cultivos, salvo la hierba para las vacas, pero no podemos tener vacas porque con la cuota de Bruselas la producción permitida no nos llega para poder vivir de ello.).
Finalmente, pasadas las doce de la noche, nuestros aventureros podían descabezar un breve sueño, para afrontar la siguiente jornada con renovadas energías.