La mañana del Domingo de Ramos, segundo día de Camino, desperté con una intensa sensación de frío. Dentro de la cama, se estaba en la gloria, pero pese a la existencia de un buen radiador en la habitación hacía frío, mucho frío. Las casas de piedra, como era la que albergaba el mesón, son frías, y ésa no era una excepción. Aun así aquello era demasiado, por lo que me temía que la nevada habría continuado durante toda la noche. Y no en balde estábamos a unos 1300 metros de altitud. Así era. Cuando me asomé a la ventana el espectáculo que se ofrecía ante mis ojos confirmaba mis temores: había estado nevando toda la noche.
Vista de la entrada de “O Tear” desde la habitación de Fran
Era un bonito espectáculo pero… ¿podríamos afrontar la etapa sin problemas, teniendo en cuenta que teníamos una intensa bajada hasta Triacastela para abrir boca, o tendríamos que quemar el día que disponíamos de margen para llegar a Santiago en una aldea de las montañas lucenses? Aún estaba oscuro, pero la respuesta no tardaría en llegar, junto con el amanecer. Mientras tanto, teníamos que hacer lo único que estaba en nuestras manos: preparar el equipaje y tomar un buen desayuno.
El desayuno fue algo frugal, debido a que la despensa del mesón se encontraba bajo mínimos. Aun así pudieron prepararnos sendos tazones de leche caliente y pan tostado (sólo con mermelada) para desayunar. Una vez terminado el desayuno, y ya pasado el amanecer, pudimos contemplar el estado del día. Era mejor de lo esperado. Había dejado de nevar, y la niebla se había levantado. Además los quitanieves habían hecho acto de presencia y habían despejado la carretera. Podíamos reemprender el camino.
La etapa del día, merced a los kilómetros extra realizados el día anterior, prometía ser mucho más relajada. Sólo teníamos que hacer unos 31 kilómetros, con tan sólo una pequeña subida hasta el Alto del Poio antes de la bajada a Triacastela, y luego la tachuela del Alto de Riocabo antes de llegar a Sarria. Quizás pudiéramos prolongar la etapa unos cuantos kilómetros más, a fin de restar kilómetros en la etapa final a Santiago, la más larga con diferencia. Y con esa idea en mente, iniciamos la etapa al filo de las 9:30h de la mañana.
Previo a la emprender la etapa
La subida al Alto del Poio la solventamos en apenas 20 minutos, alcanzando la cota más alta de nuestro recorrido por el Camino Francés (1335 m.). Sin embargo, en ese corto espacio de tiempo las condiciones climatológicas dieron un vuelco: la niebla volvió a envolvernos, y la nieve volvió a hacer acto de presencia. La bajada, con fama de peligrosa, se complicaba. Tras inmortalizar el evento, nos pusimos de nuevo en marcha.
Fran en el Alto del Poio
La bajada fue larga, difícil, peligrosa y heladora. Pese a bajar controlando, la nevada nos dificultaba enormemente la visión, de tal manera que los copos de nieve llegaban a acumularse en los cristales de las gafas, haciendo necesario quitarlos con las manos para no perder la visibilidad. Además, el frío era tan intenso que me hacía castañetear los dientes, pese a llevar puestas dos equipaciones ciclistas de invierno, una braga de forro polar, gruesos guantes de motero y gorro bajo el casco. Además, empezaba a pensar que la aparición de las quitanieves podía ser más un peligro que una ventaja. No había nieve, en efecto, pero la calzada se encontraba empapada, y temía la aparición de placas de hielo, lo que sí podría ser verdaderamente peligroso. Y de en ello andaba pensando cuando de repente llegamos a la altura de una enternecedora iglesia emplazada junto a la carretera. Aquello merecía un alto.
Iglesia bajo la nieve
Tras la breve pausa, seguimos con el descenso. No era plan enfriarse -aún más- y no sabíamos qué nos esperaba más adelante, aunque sabíamos que las predicciones no eran buenas. Mejor seguir adelante antes de que la situación empeorara. Aún quedaba lo peor de la bajada, consistentes en un par de paelleras enlazadas con una fuerte pendiente. Menos mal que aquello no nos tocaba subirlo, pensé. Para aquel entonces la nieve se había transformado en aguanieve.
Captura de Google Earth de la bajada a Triacastela
Llegamos a Triacastela congelados. Tal fue así que lo primero que hicimos, tras la obligada escala técnica en un cajero para reponer fondos, fue entrar en el primer bar que nos tropezamos y pedir un caldo, un chocolate, lo que fuera, pero que fuera caliente. Un par de paladines a la taza -eché en falta jeringos-, y un rato de conversación hicieron milagros. Pero seguía lloviendo, y hacía mucho frío. No podíamos parar demasiado. Así que tras la obligada parada en la Iglesia de Santiago de Triacastela, reemprendimos el Camino. Aun así, a lo tonto a lo tonto, nos habíamos ventilado más de la mitad de la etapa en apenas dos horas, parada incluida.
Iglesia de Santiago de Triacastela
La salida de Triacastela nos dio la posibilidad de afrontar la primera experiencia real del Camino. Hasta entonces prácticamente todo había sido para nosotros dar pedales por carretera, pero a partir de Triacastela apareció la verdadera belleza del camino: las corredoiras, sendas que atraviesan los bosques gallegos, de una belleza espectacular.
La subida al Alto de Riocabo la afrontamos en su mayoría por corredoiras, salvo por los obligados tramos por carreteras rurales sin ningún tráfico. Pero el ascenso se dejaba notar, tanto por la dureza como por la aparición de un nuevo elemento climatológico: el aguanieve. Nadie dijo que aquello fuera a ser fácil. Y también, por descontado, hizo su aparición el barro, con todo lo que ello conllevaba. Pero como bien dijo Fran, incluso allí el barro era diferente: no se adhería a las cubiertas, añadiendo peso y dificultando la marcha, como ocurre en Andalucía con el barro arcilloso de la vega del Guadalquivir. Algo era algo.
Fran con una corredoira al fondo
La marcha desde Triacastela hasta Sarria nos deparó una nueva sorpresa, y era la sorprendente cantidad de chicas que realizaban el Camino a solas. Las veías andando, por un camino en el que no se veía un alma, y en la que en varios kilómetros a la redonda no había otra manifestación de intervención humana salvo el propio camino, y te daba bastante que pensar. Eso sí que era echarle valor.
Una vez superado el Alto de Riocabo, última subida del día hasta Sarria, afrontamos un nuevo descenso, no tan vertiginoso como el anterior, pero sin duda emocionante. Las pequeñas aldeas, apenas cuatro casas, se iban sucediendo, e íbamos quemando kilómetros hasta Sarria. Entonces, tras superar una complicada zona embarrada, vino el primer problema serio del viaje.
Zona trialera completamente embarrada
Llevaba algunos kilómetros notándolo, pero al superar la zona trialera tuve la completa confirmación: llevaba la dirección floja. Mi vieja burra usa el sistema de ajuste de la horquilla mediante una doble tuerca, en la que la primera afirma la dirección, y la segunda evita que la primera tuerca se afloje. Pues bien, se habían aflojado. La vez anterior que me había sucedido aquello había destrozado las roscas y tuve que abandonar la etapa. Y para mayor problema, era Domingo de Ramos, así que podía ir despidiéndome de encontrar un taller abierto. Fran llevaba una llave inglesa entre su equipaje, pero por desgracia su ancho no bastaba para acometer la operación. Así que tuve que apretar las tuercas como pude, y seguir adelante con enorme cuidado. Al menos en lo climatológico el día había mejorado de una manera increíble. No sólo había dejado de llover, sino que había salido un magnífico sol.
Un par de kilómetros antes de Sarria, en San Mamede del Camino, llegamos hasta el Albergue Paloma y Leña. No tenía constancia de su existencia, ya que databa del año 2006, y la guía en la que me había basado para realizar mi libro de ruta, regalada por mi buena amiga Bea Gascón, era una edición de 2003. Decidimos parar a ver si pudieran echarme una mano con la dirección. Por desgracia no pudo ser así, pero el lugar era tan agradable, y los dueños (es un albergue privado) tan amables y atentos, que decidimos dar por concluida la etapa y hacer alto aquel día allí. Sin duda, lo merecía.
Por consejo de Paloma y de Leña nos dirigimos a Sarria, donde había ese día una feria de antigüedades. Almorzamos en el mesón “O Tapas”, junto al ayuntamiento de Sarria. Después de comer unos policías locales, muy amablemente, nos prestaron una llave inglesa con la que pudimos apretar las tuercas de la dirección, y nos indicaron el lugar donde se celebraba la feria. Allí pasamos la tarde, antes de volver al albergue y hacer las oportunas revisiones mecánicas a las máquinas.
Ironías de la vida: un teléfono echando fotos a cámaras fotográficas
En torno a una hora después de volver al albergue el tiempo volvió a cambiar de manera brusca, dando paso a una fuerte tormenta, que duró hasta la noche. En el ínterin tuvimos la oportunidad de conocer a tres compañeros de albergue: dos chicos de Marín (Pontevedra), y uno de Torredonjimeno (Jaén). Era increíble la enorme cantidad de andaluces que nos estábamos encontrando. Y tras una genial cena preparada por Paloma, nos recogimos, no sin antes disfrutar de una divertida aparición del gato de Drácula, surgido directamente de una sospechosa niebla digna de una película de la Hammer.
El gato de Drácula
Resumen de la etapa: