El cuarto y último día de etapa nos sorprendió con una magnífica mañana. Íbamos a afrontar la etapa que en un principio se suponía más larga, pero que habida cuenta del exceso de kilometraje recorrido el día anterior se había quedado bastante recortada. Por otro lado, era la que sobre el papel tenía el perfil más asequible. La situación, pues pintaba muy favorable: buen día, etapa recortadita (52 km. frente a los 68 que teníamos planeado) y perfil asequible. Nos las prometíamos felices. Pronto saldríamos de nuestro error.
La salida de Melide volvió a ofrecernos una bella estampa del agro gallego. Y, oh sorpresa, las bromitas empezaban pronto. ¿De dónde había salido ese cuestón del 15? Como todo fuera así, íbamos a pasarlo divertido.
Tirando de la bici
Pues sí: fue divertido. Divertidísimo. A lo largo de toda la etapa tuvimos que afrontar vertiginosas bajadas, durísimas subidas e inexplicables cambios de tiempo, pasando del radiante sol del inicio a tremendos bancos de niebla (como el que se formó junto al río Iso -9000-), pasando por nublados y vueltas a de nuevo al sol. Un día, sin lugar a dudas, variado.
Cruce del río Iso
En Arzúa, y tras llevar recorrido un tercio de la etapa, volvimos a encontrarnos con el peregrino pamplonica con el que habíamos estado de cháchara el día anterior. Tras saludarnos, nos refirió la historia del día anterior, en la que se fueron de farra a celebrar la aparición de la mochila. Tras un rato de cháchara, seguimos nuestro camino.
La etapa continuó por los mismos derroteros que había tenido en el primer tercio del recorrido: continuas subidas y bajadas, cortas pero intensas. La principal novedad vino en la gran cantidad de gente que nos encontramos haciendo el Camino: se notaba la cercanía de Santiago. La tranquilidad, pues, se había acabado. Dentro de esta afluencia de gente cabe destacar la presencia del ciclista catalán. Era un señor maduro, a piques de pasar de la cincuentena. Había salido de Roncesvalles y viajaba solo. Tenía previsto hacer noche en Monte do Gozo, ya que su familia, según nos contó, no llegaba hasta el día siguiente. Pero desde luego, para hacer noche a 6 kilómetros de Santiago, corría que se las pelaba. En las subidas no teníamos demasiado que envidiarle, pero en bajadas y llano era una máquina de dar pedales. No pasó mucho tiempo antes de que nos dejara atrás. Aunque, al fin y al cabo, íbamos disfrutando del paisaje y parando de cuando en cuando a hacer fotos.
El ciclista catalán pasando por una aldea
Y así, poco a poco, nos fuimos acercando al final de etapa. La última parte verdaderamente bonita del Camino la superamos en las cercanías de Lavacolla, donde la última corredoira del Camino se despedía de nosotros de una manera un tanto irónica: dado que no querría que la olvidáramos, nos dejaba ir afrontando una pendiente brutal. Aunque la belleza del momento casi lo compensaba. Casi.
Subiendo la corredoira a golpe de riñón
La subida hasta el aeropuerto de Lavacolla fue larga y dura. Dureza incrementada, además, por un sol que caía a plomo sobre nosotros, en una zona que se encontraba más desarbolada de lo que el entorno nos tenía acostumbrados, en una zona de eucaliptos que parecía haber sufrido los efectos de los incendios del verano de 2006.
Una vez que llegamos al aeropuerto, comenzamos un nuevo descenso, el último antes de afrontar la nueva subida, la del Monte do Gozo. Pero ese descenso, como el resto de la etapa, estaba punteado de tremendos repechos que hacían estremecerse al más pintado. Y así, preguntándonos qué sería lo siguiente, llegamos a las primeras estribaciones del Monte do Gozo.
Fran en plena subida de una pared
El Monte do Gozo apenas parecía una tachuela en el perfil de etapa que manejábamos. Pero fuera por lo que fuese, la hora (pasábamos la una de la tarde), el calor o bien los casi 200 kilómetros que llevábamos en las piernas, hizo que su subida se nos atragantara un poco. La cercanía de Santiago, pese a todo, nos daba ánimos, como el que me hizo vaciarme en dos fastidiosos repechos, que hube de subir apretando los dientes y engranando marchas duras para coger reprise en las bajadas que las antecedían. Pero sabía que si no era así, con aquellas breves explosiones de fuerza, no podría superarlos. Aun así, cumplimos el objetivo: llegamos como unos campeones al albergue de Monte do Gozo. Y no eran ni las dos de la tarde. Habíamos superado de largo la mejor de las expectativas, dado que no esperaba llegar a las cercanías de Santiago hasta media tarde. Y el día se había vuelto a nublar.
Fran y yo en el Monumento al Peregrino
Comimos en un comedor del Monte do Gozo, y tras un rato de relax, en el que volvimos a coincidir con el ciclista catalán, con el estuvimos un rato de cháchara, emprendimos el asalto final a Santiago. Habíamos vencido la tentación de hacer final de etapa en Monte do Gozo, y las ganas de llegar eran enormes. Atravesamos el anillo industrial que rodea Santiago, y entramos en la ciudad.
Entrada de Santiago
Luego de callejear un poco, y tras perdernos un poco en la entrada en el casco histórico (de buenas a primeras dejamos de ver flechas), lo conseguimos. Llegamos a la catedral por la rúa de la Azibachería y la Plaza de la Inmaculada. Allí estábamos. Parecía mentira.
Plaza de la Inmaculada
Tras la obligada parada en la Plaza del Obradoiro, donde pudimos ver una concentración de Ferraris, nos dirigimos a la Oficina del Peregrino, a cumplir con el papeleo. Qué sería de este país sin la burocracia. Allí mismo, muy amablemente, nos informaron de que una cercana pensión tenía habitaciones libres. Y tan cercana, en los mismos soportales de la rúa del Villar, a apenas 20 metros de la Oficina del Peregrino, y a 50 de la Catedral. Eso sí que era llegar y besar el santo.
Y hablando de eso: tras adecentarnos un poco, llegamos al verdadero final. La tumba del Apóstol, y su estatua. Allí saludé al viejo amigo. Porque después de tres visitas, es ya casi de la pandilla.
Como cosa curiosa, Fran y yo debimos de ser de las últimas personas que pudieron cumplir con la tradición de apoyarse en la columna que hace de parteluz en el Pórtico de la Gloria, y de dar el coscorrón al Maestro Mateo -Santo dos Croques-, a su espalda, ya que a la mañana siguiente aparecía vallado, supuestamente por obras de restauración. Sin embargo, en mi fuero interno sospecho que en realidad el vallado se debe a que los responsables de la Catedral deben de estar hasta las narices de ver hacer estupideces a la gente que llega al Pórtico, como dar cabezazos en una gárgola, o meter las manos en sendas bocas de dragón. Pérez-Reverte tiene razón, algunos merecen no que les amurallen el gótico (él se refería a la Catedral de Palma de Mallorca), sino que se lo rodeen de alambre de espino y siembren minas. Para el románico también vale lo mismo.
Pórtico de la Gloria vallado
Así pues, había terminado el viaje. Ya tan sólo quedaba el relax. Fran no partía de vuelta a Sevilla hasta la tarde del día siguiente, y yo no haría lo propio, pero en dirección Pontevedra, hasta entonces. En las siguientes 24 horas tuvimos oportunidad de ver un Mercedes por delante de un Ferrari de Fórmula 1, contemplar las archiconocidas procesiones de Semana Santa de Santiago de Compostela, hincharnos a comer en Casa Manolo, afamado restaurante compostelano, irnos de garitos en torno a la Universidad de Santiago, visitar el Museo de la Catedral y la iglesia de San Martín Pinario (no, Binario no, Pinario), y, por supuesto, asistir a la Misa del Peregrino.
Y colorín, colorado, esta crónica ha terminado.
Resumen de la etapa: