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29 ene 07 Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández

I.

Cuando Jonás Hernández abrió los ojos a la mañana del 26 de enero del año 2007 tuvo la súbita, implacable, irreflenable y definitiva certeza de que en un plazo máximo de 24 horas su vida habría llegado a su fin. Durante unos breves minutos, durante los cuales la diatriba de un vitriólico locutor de radio puso música de fondo a sus sensaciones, aquella certeza fue calando en su cerebro, desde las capas donde reside el mundo de las ensoñaciones que pueblan nuestro descanso, y que en ocasiones alimentan nuestros delirios y pesadillas, a aquellas en donde la parte racional de nuestra psique dirige la mayoría de nuestras acciones del día a día cotidiano, para gotear acto seguido hasta las capas más profundas de nuestro cerebro, allá donde se agazapa el animal que todos llevamos dentro, ése que controla nuestros instintos. Y la bestia agazapada, en un auténtico alarde de tranquilidad, no hizo sino confirmar con un gañido de dolor aquello que la ensoñación había vislumbrado, lo que la conciencia había temido, y lo que Jonás Hernández había comprendido en esos minutos de terror: que no viviría para ver un segundo amanecer.

De una manera maquinal, Jonás apartó las mantas y salió de su cama. Se encaminó al cuarto de baño, donde se desvistió y, acto seguido, se introdujo en la ducha. Apenas el agua caliente había empezado a caer sobre su cabello, cuando Jonás penso en que quizás estaba actuando de una manera absurda: ¿para qué ducharse si apenas veinte minutos después podía estar muerto? Aún más, si cabía la posibilidad de que, precisamente, se escurriera en la propia ducha y se desnucara. Una sonrisa atravesada asomó en sus labios cuando pensó en esa posible muerte: desnudo, con el cuerpo desmadejado bajo una miríada de gotas de agua hirviente, encontrado por alguno de sus compañeros de piso, quien sabe si apenas unos minutos después o al cabo de unas horas. Y con un fino hilo de sangre escurriéndose por el desagüe. Aunque eso último, pensó con una absurda tristeza, sólo en el caso de que lo encontraran pronto. Y era una lástima, porque el efecto que habría de dejar ese reguero de sangre, sin duda, sería enormemente plástico.

Aun así, decidió, y dado que tenía una ineludible cita con la muerte, Jonás decidió apartar la idea de concluir de una manera prematura aquella ducha y completarla tranquilamente. Puestos a morir, se dijo, mejor hacerlo con un aspecto impecable y no oliendo a sudor. De esa manera, cuando terminó su ducha, Jonás sacó su afeitadora eléctrica del armarito del cuarto de baño, y procedió a afeitarse con esmero. Obvio es decir que fue la prolongación del razonamiento esgrimido en la ducha lo que motivó esta acción, y extenderse más en ello resulta no sólo superfluo sino absolutamente prescindible.

De vuelta en su dormitorio, Jonás apagó la radio y encendió su equipo de música. Al carajo los vecinos. No iba a vivir lo suficiente como para que la queja del presidente de la comunidad de vecinos, vía casero, llegara hasta sus oídos. Así que introdujo su viejo compacto de Pink Floyd, e hizo sonar a todo trapo a David Gilmour interpretando un “Coming Back to Life” en concierto que resultaba curiosamente apropiado, a la par que brutalmente disacorde. Abrió el armario, para escoger ropa. Unos vaqueros y su mejor camisa de franela le ayudarían a cruzar las puertas del Hades, así como su jersey de cuello vuelto y la chupa de cuero que apenas había estrenado. Y entonces lo vio. El paquetito con lencería de La Perla Negra, que había comprado para agasajar a su novia, y que ya nadie estrenaría jamás. Una aviesa idea pasó por la mente de Jonás, pero acto seguido la desechó: no era plato de su gusto irse al otro barrio con la -supuso- incómoda sensación de tener clavado en el trasero el hilo de un tanga muchas tallas inferiores a la suya, por muy de La Perla Negra, o del Coral Rojo, o del Diente de Tiburón Violeta que fuera. Unos cómodos bóxer e iba que se mataba. Jeje, nunca mejor dicho. Aunque hubo otra tentación a la que no se pudo resistir, y fue a mangarle a uno de sus compañeros de piso unos botos camperos nuevos, aún sin estrenar, y que por un curioso azar del destino eran de su talla.

Tras una breve escala en la cocina, donde se deleitó con el -presumía- último tazón de leche con chococrispis de su vida, Jonás salió del piso rumbo a un nuevo día. ¿Qué le depararían las -como mucho- veintitrés horas siguientes?

Capítulo II

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Comentarios de los lectores

  1. |

    Quiero más!!! no me dejes así… cómo sigue??

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  2. |

    Hola Carmen. Me alegra que te haya gustado el comienzo. Esta tarde intentaré escribir algo más, pero no garantizo nada: no puedo poner la primera chorrada que se me ocurra, digo yo…

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  3. |

    Yo, como Carmen, quiero más!!!

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  4. |

    Ya está el segundo capítulo. Espero que os siga gustando.

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  5. |

    [...] El Laboratorio del Dr. Yuri El síndrome del francotirador majara « Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández Aparcabicis junto al trabajo » [...]

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