II.
Jonás bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Acababan de finalizar la obra del nuevo ascensor del bloque, pero tenía ya tan hecho el cuerpo al hábito de subir y bajar las escaleras, que ni siquiera se le pasó por la cabeza el utilizar el ascensor hasta que no había ya recorrido un par de tramos de escalera, y el tiempo que emplearía en esperar el ascensor excedería del necesario para terminar de bajar los tramos restantes. Al llegar a la planta baja, miró fugazmente al patio interior del bloque. Allí se encontraba atada su vieja bicicleta de montaña. La había llevado a la ciudad un par de semanas antes, con la idea de utilizarla en sus desplazamientos urbanos. Y hasta entonces había desempeñado su labor con envidiable éxito, permitiéndole ir y volver al trabajo mucho más rápido y saludablemente que en coche. Sin embargo, esa mañana desechó con un leve movimiento de cabeza la idea de cogerla para desplazarse al trabajo. Conociendo como conocía el caótico tráfico urbano de Isbilia, se le ocurrían maneras mucho mejores de que la Parca cortara sus hilos que aplastado bajo una camioneta de reparto. Cierto es que afrontaba a diario esa posibilidad, y que hasta entonces no había estimado en demasía esa posibilidad. Como decía un amigo, era mejor no tomarse la vida demasiado en serio, ya que lo único que podías tener por seguro es que no saldrías vivo de ella. Pero una cosa era tener esa nebulosa certeza en forma de frase ingeniosa, y otra tener la absoluta seguridad de que en el transcurso de ese día te iban a picar boleto. Así que, despidiéndose con tristeza de su vieja burra, Jonás salió del edificio y se dirigió hacia su coche.
El fiel y baqueteado Lancia Delta Integrale, heredado de su padre, aguardaba a Jonás a apenas unas decenas de metros. Con un suave ronroneo, el motor se puso en marcha a pesar del frío de la mañana y de la helada caida durante la noche. A pesar de todo, la noche no había sido especialmente fría, y una lechosa niebla extendía sus húmedos dedos por el dédalo de callejuelas que conformaban el barrio. A Jonás le gustaban los días de niebla. Siempre había tenido la sensación de que ocultaban algo mágico, que en esos días se difuminaba la clara línea que separaba el mundo de lo real del de lo onírico, y que se abrían pasadizos que permitían pasar de uno a otro. Lo difícil, claro, era poder encontrarlos. Y aún, pese a los años transcurridos, no había abandonado la infantil fantasía de que un día de niebla empezaría una aventura que cambiaría su vida. Lo bueno de los días de niebla es que nunca sabías qué podía surgir de ella.
Tras un rato de callejeo urbano, el Delta Integrale salió del barrio para adentrarse en una de las principales arterias de la ciudad que, como era de rigor, ya se encontraba absolutamente colapsada. En su habitual itinerario callejero Jonás se veía abocado a cruzar el río que dividía en dos la ciudad para dirigirse a La Aljafería, una especie de zoológico de empresas tecnológicas surgido del exquisito cadáver dejado en la otra orilla del río por unos Juegos Olímpicos celebrados en la ciudad más de una década atrás. Juegos que habían proporcionado orgullo imperecedero a un país, oro, plata y bronce a unos cuantos atletas, un lujoso retiro a tres o cuatro avispados padres de la patria, y sendas condenas a veinte años de trabajos forzados a los pobres desgraciados que tuvieron el poco acierto de firmar en nombre de los padres de la patria. Pero esa era otra historia. Y el caso es que, a fin de que no se notara demasiado la magnitud del desastre, las administraciones superpuestas de ese país de fantasía decidieron arrimar el hombro y financiar la reutilización de las faraónicas obras mediante un complejo hi-tec, que siempre quedaba mejor en las fotos que un polo químico.
Siempre que llegaba a ese punto de la avenida durante su periplo mañanero, a Jonás le acometía la misma duda: ¿cruzar el río por el puente de Los Suspiros, o por el del Tercer Milenio? Normalmente optaba por utilizar el de Los Suspiros, ya que el recorrido resultante era más directo y con menos tráfico, pero esa mañana siguió recto en dirección al Tercer Milenio. Rápidamente Jonás se dijo a sí mismo que deseaba ver la ciudad por encima de la niebla, y sólo desde el puente del Tercer Milenio podría hacerlo. En efecto, el puente, construido durante los citados Juegos, estaba pensado para permitir el tránsito de los buques que llegaban hasta el puerto fluvial de la ciudad, y elevaba su jorobada estructura hasta una altura muy superior a la de cualquier otra edificación de la ciudad. Sí, desde allí la vista sería magnífica.
Sin embargo, el puente adolecía desde su construcción de un grave defecto. Se hallaba conectado a una ronda de circunvalación de seis carriles, tres por sentido, pero el puente sólo disponía de dos carriles en cada sentido, más un quinto carril reversible, delimitado tan sólo por un juego de luces. Obvio es para cualquiera que los embotellamientos que allí se producían bastaban para acabar con la paciencia del más pintado. Y aquella mañana no iba a ser, ni mucho menos, una excepción. En efecto, apenas había desembocado en la circunvalación, Jonás comprendió que no iba a ser fácil, y mucho menos rápido, llegar al puente. El atasco era kilométrico, y la señalización de tráfico no hacía albergar nada bueno al respecto: el carrir reversible se hallaba cerrado en su sentido. Ello era lo que motivaba que el tercer carril de la ronda se hallara más despejado de lo normal. Y dado que precisamente el tiempo no era un lujo del que dispusiera, Jonás no se lo pensó dos veces: cambió bruscamente de carril, y aceleró en dirección al puente.
Ciento diez kilómetros por hora. Y de nuevo Pink Floyd sonando de fondo. Esta vez en un mano a mano con Led Zeppelin. La silueta del Tercer Milenio empezó a vislumbrarse entre la niebla. Allí estaba. Sus cuatro pilares, de los que aún sólo podía ver dos, se alzaban amenazadores frente a él. Ignoró la señalización que le instaba a abandonar el carril y siguió de frente. Las luces que delimitaban el carril reversible empezaron a aparecer frente a él. Delante suya y hacia arriba, en fuerte pendiente, la correspondiente a la ominosa joroba de hormigón y asfalto del puente. Y las luces parecían formar una pista de despegue. “Starway to Heaven”, como siempre había pensado, equivocadamente, que se llamaba la canción que retumbaba en el habitáculo del Lancia.
Redujo a cuarta al empezar la subida del puente. Poco a poco la niebla se iba haciendo menos densa a medida que subía. Y entonces el carril por el que circulaba empezó a desaparecer poco a poco: estaba entrando en el carrir reversible. Frente a él furiosos destellos de vehículos que circulaban en dirección contraria parecían querer advertirle de su error. A duras penas conseguían éstos apartarse de su rumbo. Con las manos crispadas en torno al volante, Jonás corregía la dirección a derecha e izquierda, evitando con una sorprendente dosis de suerte el tráfico. Iba a conseguirlo, iba a llegar hasta la cima del puente. Poco le importaba el resto, si conseguiría realizar el descenso, o los escalofriantes impactos que escuchaba a su espalda. Un rayo de sol le saludó cuando salió del banco de niebla. Jonás miró a su derecha, para ver la sorprendente estampa de la ciudad surgiendo de la niebla, en la que destacaban la mole de la Catedral, con su sorprendente torre mudéjar, y la forma ovalada de la Plaza de Portugal, megalítico monumento a mayor gloria de un dictador con un curioso sentido del humor. Las luces de una ciudad que aún se despertaba iluminaban la niebla desde su interior, y la rojiza luz del amanecer, que bañaba el cielo por encima de la niebla teñía las formas de un tono sangre tan bello que casi dolía. Una preciosa imagen que llevarse en la retina al otro mundo si ésa era su hora. Sí, decididamente aquel no era un mal momento para morir. Y entonces, justo entonces, algo obstaculizó la luz del sol que bañaba el Lancia desde que surgiera del banco de niebla, con lo que Jonás supo inequívocamente que se le había acabado la suerte.
[...] El Laboratorio del Dr. Yuri El síndrome del francotirador majara « ¿Yuri motero? Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández » [...]
[...] Capítulo II [...]